Verano, agosto, vacaciones. Y
entonces, te acuerdas de cuando tú –hija o hijo- ibas a ver a tus padres
aquellos primeros años en los que la vida decidió enviarte a estudiar o a trabajar
a otra residencia distinta a la que ellos vivían. Y ahora, cuando son tus hijos
los que vuelven, te das cuenta lo bello que es llenar la casa de
voces, escuchar la televisión a volúmenes de concierto al aire libre, sentir la
alegría que produce abrir la nevera o el armarito de la cocina y comprobar que
se multiplican los tipos de galletas, los rellenos de los chocolates y los diferentes
sabores de las bolsas de las papas fritas. El resto del año, ni puedes comerlas
ni se te ocurre comprarlas.
Y esa habitación de tus hijos que
durante el invierno está vacía y perfectamente colocada, se transforma durante
días en la más bonita leonera desordenada. Y las lavadoras no paran de centrifugar
el vestuario de los dos maletones cargados de ropa y de zapatos que tus hijos
dejan, a medio abrir, sobre una silla de su dormitorio. Y, como ya cobran un
sueldo, te invitan a cenar y a comer en los mismos sitios en los que tú pagabas
siempre.
Y, aunque estás destrozado por
dentro porque la cuenta atrás para su vuelta a la gran ciudad ya ha comenzado, a
la vez, estás alegre de saber que ellos son felices con su nuevo trabajo, con
sus retos más próximos, con sus enamoradas parejas y con su merecida libertad
de acción. Es el eje vital por el que todos hemos pasado. Y aunque sabes que están
contentos en sus excitantes vidas, el dolor de separarte temporalmente de ellos
te entristece. Estos mismos momentos pasaron nuestros padres con nosotros cada
verano y, ahora, nos pasa a nosotros con nuestros hijos.
Ya no les regañamos con mal
humor, sino con ironía. Ya no les prohibimos, ahora les pedimos. Ya no les
castigamos, sino que nos reímos. Ya permitimos que ensucien el salón, su habitación,
que dejen el baño desordenado y que duerman hasta la hora que quieran. Les
dejamos que elijan el menú de cada día y que nos corrijan y se rían con nuestras primeras faltas de memoria o con el desconocimiento del último cantante
de moda.
A veces, vuelven a casa acompañados
de sus parejas. Mujeres y hombres que pasan a enriquecer nuestras vidas y que
llenan plenamente las de ellos. Otro regalo más de vida. Futuras nueras y
yernos que aceptamos y queremos con la fuerza que se merece quien es capaz de
hacer feliz a nuestros hijos.
Ellos, son un trocito de nuestro propio
corazón que late tiernamente a miles de kilómetros, en perfecta sincronización
con el nuestro, pedacitos de amor capaces de enviarnos señales de alegría y de
pena cuando ellos, muy lejos, gozan o sufren.
Los dichos y sentencias populares
no tienen un fundamento científico pero, casi siempre, se cumplen. Quizá por aquello
de que “el corazón no habla, pero acierta”. Por eso, por si acaso, para el
verano que viene yo intentaré que se confirme este refrán: “De hijos y de bienes, tu casa llenes”.
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