La nueva manera que los jóvenes tienen ahora de hacer amigos, a través de las redes sociales, se aleja cada vez más de la que tuve yo –y quizá usted- hace cuarenta años. Y no voy a decir si es mejor o peor, solo que es muy distinta.
La acción podía iniciarse de varias formas, sobre todo, en el
tiempo de las vacaciones de verano. En mi caso, que las pasaba en casa de mis
abuelos, la rutina marcaba el cuadrante de la jornada. Los primeros días,
recién llegado, servían para acechar el entorno vecinal y comprobar quién había
venido, si había caras nuevas, cómo habían cambiado los amigos del año pasado,
en definitiva, posicionarme en el terreno.
NO SE NECESITABA COBERTURA TELEFÓNICA, |
Y tras pasar el exhaustivo control de la abuela examinando mi pelo peinado,
la cara lavada y la ropa sin arrugas, todo ello empapado por el chorro del bote de colonia amarillenta a granel de supermercado que ella me echaba y que había comprado para la ocasión hacía
tres meses, llega el momento de la verdad, salir a la calle, a la plaza, a la playa
o al parque. Los primeros contactos con los amigos de otros años servían para detectar
nuestros propios cambios corporales, las insinuantes formas de mujer que iban potenciándose
en las chicas, los primeros pelillos en los bigotes de los chicos, los timbres
de voz que habían cambiado y eran más graves y menos de pito y, lo más importante, saber cuántos
primos nuevos, que no conocíamos, habían venido invitados por nuestros amigos y
que, por la tarde, después de la siesta, íbamos a conocer.
Daban las siete, antes de salir otro chorreón obligatorio de la colonia amarilla -con
olor desconocido- de la abuela y... ¡por fin a la calle! Empezaban las
presentaciones ‘en vivo’, sin fotos digitales ni retoques de ‘Photoshop’, sin poses de pasarela,
buscando para reunirnos una zona de la calle que se alejara lo más posible de
la vista de los mayores, un sitio en el que tuviéramos algo de excitante secretismo.
Y allí, empezaban a activarse mil y una sensaciones maravillosas que recorrían
cada centímetro de nuestros cuerpos, porque nos dábamos dos besos en las
mejillas al presentarnos, y eso, en los años setenta, entre los adolescentes, cotizaba
al alza. Minutos después, aún mejoraban las expectativas, porque comenzábamos a
jugar a las “prendas” (el que perdía debía hacer algo que previamente se pactaba,
generalmente darse ‘besitos’), o al “telegrama” (nos dábamos la mano, nos la apretábamos
para pasar un mensaje sin que otro lo detectara y así juntábamos nuestras pieles) y en ambas disciplinas cabía
la posibilidad del ‘roce’, del beso real
en la cara y, a los pocos días, cuando la confianza y la amistad se hubieran
consolidado, incluso habría oportunidad para intercambiar un “me gustas” o alcanzar el sumun de la relación, ir juntos al cine,
solos, descubriéndonos, butaca con butaca.
SENSACIONES VIVAS, SENTIMIENTOS PALPABLES. |
Allí, como ven, el ‘online’ no tenía opciones de sobrevivir.
No había selfies, ni chats, ni WhatsApps, ni redes, ni satélites, ni móviles, solo sentimientos humanos canalizados a través de la piel
y de los labios, de las manos y de la complicidad, de la voz viva y de las miradas
de deseo. Aquellos amigos no eran ‘online’, aquellas relaciones que los padres
y abuelos nos obligaban a cortar a las diez o las once de la noche, renacían
con más fuerza en la jornada siguiente. Cada tarde era un reto, un bello viaje
a la ilusión juvenil de ser el elegido por la persona que te gustaba, de
compartir risas y refrescos en las ferias de tu localidad, un impulso tan potente
y agradable que te daba fuerzas para pronunciar al final del verano, cara a cara,
a menos de 20 centímetros de sus labios y de sus ojos, la pregunta que tanto
nos costaba formular y que tantas felices respuestas nos ofreció, “¿Quieres salir conmigo?”.
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