¿Te acuerdas? ¡Qué joven eras! Llevabas disfrutando varias semanas seguidas de alegrías, risas, tapeo, copitas, amores, felicidad, inocente sexo, música, poesía, puestas de sol, paseos interminables, guitarras, hogueras, libertad, verbenas y siestas.
¡Qué putada! Ocurría cada treintaiuno de agosto. Los cuatro o
cinco días antes ya empezabas a sentir zarpazos de oscuridad en el silencio de
tus noches, fantasmas que intentaban ensombrecer tantos buenos momentos vividos
en las semanas previas pero, el treintaiuno, el último día de agosto, ese, era
el más cabrón.
Necesitarías un año más hasta volver a recuperar tanta gloria
desmedida junta y... eso era mucho tiempo; solo pensarlo, te amargaba el camino de vuelta
a tu rutina otoñal. Quizá, ella, la penúltima noche, te escribía a mano una carta de tres
hojas por las dos caras, llena de amor y de fieles promesas, para que tú
la leyeras al día siguiente, tras la despedida. Quizá, él, te dejaba bajo la puerta de la casa de tus abuelos un sobre cerrado conteniendo un trocito de cinta azul, esa que colgaba del
mástil de su guitarra y que tantas noches le pediste, recostada junto a él sobre la alfombra arenosa
de la playa, excitados los dos por el son de las olas y por el afrodisíaco frescor de la
luna.
Parece que fue ayer cuando
estabas haciendo planes de viaje y quedando para ir a saludar y dar la
bienvenida –como cada principio de verano- a los amigos de siempre. ¡Joder,
mañana vuelta a la vulgaridad, a preparar exámenes pendientes, a soportar caras
largas, a aguantar fantasías estivales de otros, a dejar de escuchar las
gaviotas, a ponernos los calcetines apretados otra vez, a pautar cada día de la
semana, cada hora, cada minuto, cada segundo!
-Hola, ¿está
Carlos?
-Sí, ¿de
parte de...?
-Dígale que
soy Marta, la de los ‘Apartamentos Playasol’.
-Sí, un
momentito, por favor...
-¡Hola Marta!
¿Ya llegaste?
-¿Qué tal
Carlos, cómo estás?
-Pues si te
digo la verdad, hoy no he salido de casa, no me apetecía.
-¿Leíste lo
que te dejé?
-¡Claro, y me
ha encantado! ¡Lo he leído... cuatro veces!
-Jajaja, ¡qué
tonto! Mira Carlos, te llamo porque quería decirte que...
No hay comparación, dónde ibas a encontrar a alguien
que no solo te entendía y escuchaba, sino que también te hacía sentir
especial, diferente, superhéroe sin defectos, una persona exclusiva.
Treintaiuno de agosto de mil novecientos y pico, primera hora de la mañana, la voz de tus padres llamándote para
partir, el coche repleto de maletas, bolsas y cajas, ocupando todos los huecos
posibles, reventando el maletero, aplastando el techo, rellenando los asientos
y dejándote sin sitio para los pies. Y tú, como un bulto más, estabas inmóvil, bajo presión,
con incomodidad y en silencio, con los ojos cuajaditos de lágrimas y la mirada perdida
atravesando la ventana fija del asiento de atrás. Allá, a lo lejos, iba quedando
ese sendero de tierra y flores que cada tarde atravesabas de la mano de él, o ese banco
testigo de los besos que al anochecer, con tierno temor, depositabas en el
cuello y en la boca de ella. ¡Y pensar que todo un año por delante podría romper
tanto ensueño!, eso te amargaba, te hundía, porque estabas seguro que en tu colegio, en tu facultad o en
tu trabajo nadie se parecía a ella; porque estabas convencida que no encontrarías
otro chico que te tratara y te mimara como él.
El ciclo humano de la imposición social jodía todo.
¡Qué rabia sentías por dejar atrás en pocos minutos un oasis de felicidad y qué
miedo, a la vez, por si no volvías a repetirlo! Pero..., así es la vida, de esa
forma nos la hemos estructurado generación tras generación, de abuelos a
padres, de padres a hijos, de hijos a nietos, y así va a seguir ocurriendo
eternamente. Porque ya ha habido tiempo más que suficiente para corregirlo, y
no lo hemos hecho; porque aún dedicamos menos tiempo a nuestra felicidad y más a la rutina; porque consentimos más agenda a nuestros problemas que a nuestros buenos
momentos y porque, si no, no seríamos humanos, seríamos perfectos.
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