¡VUELTA AL COLE..., EN LOS SETENTA!

¡YA LO DECÍA LA PUBLICIDAD!
¡Bah, tampoco hace tanto!, cuarenta años, más o menos. Los zapatos de cordones y suela ancha, marca ‘Gorila’, betunados de marrón, impolutos, brillantes, acartonados, tiesos y prestos a pisar cuantos charcos sucios me provocaran. Los calcetines de lana de la buena, de la que pica, dibujados a rombos medio escoceses, tan largos que podía subírmelos hasta las ingles pero que los ajustaba a las rodillas, un poquito por encima de ellas, con una especial triple vuelta que los acortaba. Los pantalones cortos, otro año más, grises, los mismos del curso pasado pero sacando el dobladillo un par de dedos, dejando entrever los primeros cuatro pelos negros de pelusilla en las piernas y los muslos y pensando –preocupado- en qué año iba a dejar mi madre de ponérmelos y me pasaría a los largos, como los de los hombres.

Yo no tenía mochila, llevaba cartera, me duraba para siete u ocho cursos; era grande, de piel marrón, resistente a todo, de hebillas desgarradoras, fabricada para transportar veinte kilos de libros, lápices y cuadernos sin deformarse y, a la vez, capaz de cortarme la circulación sanguínea de las puntas de los dedos mientras la sostenía por el asa cortante y cosida a mala leche justo para eso, para joderme la mano. La cartera era multiusos, servía como sillita, como escalera, como poste de portería de fútbol, como objeto contundente de ataque y agresión, como escudo antipuñetazos o como bumerán.

SIEMPRE APETITOSA...
¡Uuuummm!, y qué olores más ricos aquel primer día de clase. Cada objeto poseía su propio aroma identificativo, a libro encuadernado nuevo, a goma de borrar sin estrenar que provocaba ganas de morderla y masticarla, a plástico transparente de forrar recién pegado, a pegamento ‘Imedio’ fresco y líquido, a disolvente de la enésima capa de barniz tipo brillo de los pupitres, a la pintura de las paredes del aula, al bocadillo de foie-gras que mi madre me envolvía en hojas del ‘Diez Minutos’, a la colonia ‘Heno de Pravia’ en frasco de cristal con la que ella me encharcaba la cabeza, el cuello y la cara y que una vez a la semana rellenaba en la droguería del barrio. Pero, había un olor que no soportaba, me daba hasta náuseas, era el de una especie de réplica de sopa o caldo que cada día preparaba el comedor del colegio para los mediopensionistas, desde las diez de la mañana hasta la hora de comer, ¡qué coño era eso!, entraba por las ventanas de la clase, invadía todo el patio, te perseguía; yo creo que era una mezcla explosiva de pastillas AvecremKnorr y Starlux, potenciadas cruelmente con kilos de puerros, cebolla y coliflor, todo mezclado, a falta de la pólvora, ¡insoportable para el olfato! Bueno, pero este déficit sensorial se neutralizaba con la ilusión con la que esperaba recibir a la nueva señorita de inglés o al profesor que me iba a impartir una asignatura hasta entonces desconocida, ‘Ciencias Naturales’.

Churro, mango, mediomango, mangotero.
Pasaban las semanas, la rutina comenzaba a invadirme, todos los exámenes sorpresa –y los anunciados con tiempo, también- me salían medio mal, mal o muy mal, y se auguraba un ‘boletín de notas’ dramático. Llegaba el día, tres suspensos y un mensajito del tutor para mis padres -en la agenda- quejándose de mi poco rendimiento y de que soy un poco contestón y revoltoso en clase. ¡Joder, a ver quién le enseñaba ese desastre a mi padre! Pues claro, utilizaba la mediación de mi madre. Yo, se lo decía a ella, con cara compungida, jurándole que no entendía nada, que había estudiado y que el profesor me tenía manía, que había suspendido a casi toda la clase y, ella, tolerante y conciliadora, buscaría el momento idóneo para suavizar el encontronazo generacional (eufemismo de guantazo) y tratar de conseguir que el castigo no superara los cuatro fines de semana sin salir de casa y sin una puñetera peseta de paga.

No se sabe con certeza si fue el famoso director y escritor estadounidense Woody Allen, o el humorista y comediante americano Lenny Bruce, quien dijo en una ocasión:

“El tiempo es la condición que necesita la tragedia para convertirse en comedia, y el sufrimiento en una carcajada”.

Es cierto, me ocurre eso, ahora recuerdo y me sonrío, seguro que es porque mi cerebro vincula aquel pasado lejano a maravillosas personas que, cuarenta años después, ya no me riñen con cariño, ya no me hacen bocadillos sabrosos y, echándolas muchísimo de menos, ya solo me quedan en la más bella memoria.

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