Cada uno habla de lo que le concierne con arreglo a la edad
que tiene. Cuando ya enfilas en el horizonte vital el final de los cincuenta y
ves acercarse el 60 a toda leche, tanto tú como tus contemporáneos comienzan a
introducir en las conversaciones el concepto ‘jubilación’. Es la muestra
inequívoca de que la edad no solo pasa para ti, también lo hace inexorablemente
con el resto de tus amigos, familiares y conocidos; afortunadamente.
Pero, ¿a qué viene que yo me ponga a escribir unos cuantos
cientos de palabras acerca de la jubilación?
Pues se debe a que al hablar de este tema, varias veces, en distintos y
alejados lugares —y con diferentes personas—, todos coinciden milimétricamente
en sus opiniones y pensamientos, al dedillo; todos menos yo. Las expresiones de
cada una de mis amistades, y de los familiares con los que he intercambiado opiniones
al respecto, parecían extraídas fielmente de un Reglamento
oficial del aspirante a jubilado…
-¡…qué ganas tengo de jubilarme!
-¡…es que estoy harto de trabajar!
-¡…joder, es que ya no me apetece hacer nada!
-¡…de verdad, cuento los días para mi jubilación!
-¡…tío, ya estoy hasta los cojones del curro de mierda!
-¡…te juro que cuando me jubile no me lo voy a creer!
…y mil y una afirmaciones nacidas desde el más profundo de
los deseos personales de cada uno de ellos, y siempre con auténticas caras de
absoluta credibilidad y pasión al pronunciarlas. Claro, entre que alguna vez un
buen amigo psicólogo me había dicho que pensar en el futuro —y obsesionarse con él—, no garantiza
ni potencia la felicidad y que, por otro lado, mi opinión al respecto es frontalmente
opuesta, entenderá usted que me sienta ciertamente aislado, solo, raro, reflexivo
y un poco confuso.
Querido lector, mis exclamaciones vinculadas a la jubilación
tienen un sentido contrario. No solo no la veo cerca, es peor, es que ni la veo.
No me veo sin escribir a diario algún texto para las redes
sociales; no me veo una agenda en blanco sin que tenga tachados los días que
imparto clases particulares, en la academia, en la universidad o en un medio de
comunicación situado a miles de kilómetros de mi despacho.
Mis pensamientos no son capaces de explicarme que justo entrando
en esta nueva etapa de mi vida, cuando percibo un acopio de conocimiento y
experiencia extenso, cuando saboreo la calma de la veteranía, cuando soy capaz
de sentir la felicidad de haber trazado una ruta de crecimiento personal,
cuando estoy preparado para neutralizar aquella agotada fuerza de juventud
para convertirla ahora en sabia potencia retenida, cuando he leído gran parte del libro
de la vida y estoy llegando a los capítulos que me explican cómo sentir y disfrutar
los buenos momentos, cuando llega la oportunidad de activar los consejos que
años atrás me dieron mis mayores y que ahora comprendo, refrendo y comparto,
cuando tengo la capacidad de ejercer mucho mejor mi profesión como consecuencia
del dominio adquirido con la experiencia, cuando he aprendido a equilibrar el
tiempo dedicado a mi vocación profesional junto al ocio y al descanso, cuando
siento en mi interior que no ha sido fácil llegar pero que la ruta recorrida ha
merecido la pena, ahora que compruebo todo lo que me queda por aprender, ahora
que sé que nunca tendría el tiempo suficiente para disfrutar de la vida en
todos sus aspectos, o sea, precisamente ahora que es cuando ostento el prestigioso
rango de general de todas mis vivencias
con mando en mí, resulta que intentan marcarme una puñetera fecha en la que,
por no sé qué coño de ley laboral o fiscal o política o educacional o
tradicional o lo que mierda sea y, porque todos mis amigos así lo anhelan, yo me
tengo que jubilar.
Pues no. Me niego. No voy a renunciar a disfrutar de mi actividad
profesional a cambio de cuatro cochinas perras. No voy a prescindir de mis
alumnos a cambio de pasear de obra en obra con un periódico en la mano y las
gafas a medio caer sobre la nariz. No voy a dejar de poner mi voz en off en un anuncio televisivo de
una compañía aérea. No pienso cortar la tradición de la foto de grupo tras una
tertulia radiofónica con mis compañeros periodistas. No.
Pero sobre todo, no puedo permitir que la oratoria y la
locución audiovisual enmudezcan dentro de mí. Necesito seguir proyectando la
vitalidad de la voz, de la palabra y el gesto, del sonido y la emoción, del
sentimiento y el espectáculo. A los políticos, a los empresarios, a los
ejecutivos comerciales, a los alumnos de periodismo, a los funcionarios, a los
militares, a los pilotos, a los profesores, a los locutores, a los redactores
de los medios de comunicación, a las agencias de publicidad, a los anunciantes y
a todos a cuantos les apasione la voz, la comunicación y la locución les
anticipo: yo-no-me-jubilo.
¡Que no, que no me retiro! ¡Retírense ustedes!
¡Avisado queda! ¡Y con mucha honra!
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