Te toca jugar. Sale un seis.
¡Buena tirada! Has caído en la casilla de los primeros nervios, la de la tensión de un primerizo casi imberbe.
¡Tira otra vez!, aunque sientas
miedo mezclado con ilusión y desconocimiento, aunque te amargue la ansiedad.
¡Un cinco!, sigues de racha,
buena casilla esta de la madre y el bebé. Parece que no lanzas mal el dado en
estas primeras tiradas.
¡Un dos! La casilla del
desconcierto: la cuna. La observas y no te explicas cómo estás junto a algo tan pequeño que respira y gime.
Tu compañera de partida juega
mejor, y te adelanta.
¡Un uno!, el médico; sin horas, ni
agenda.
Se complica el juego; te
comen, cambian los horarios, las costumbres, los amigos y las relaciones
con los participantes.
¡Necesitas un tres, un tres…!, ¡bah!,
un cuatro, mala suerte, dos veces sin tirar y de nuevo los segundos nervios que, aunque ya no eres primerizo, siguen
metiéndote temor mezclado con ilusión y desconocimiento, como aquel agridulce
estado de ansiedad al comienzo de la partida.
Un nuevo jugador se incorpora. Piensas
que es mejor, así sois más para reír, para besar, más para llorar, para pelear,
más para compartir, para gritar, más para vivir, para sentir… ¡y más para no
dormir!
¡Hala, un seis, otra vez, tira
dos veces! Ahora sí que se avanza como un torrente de alegría compartida inundando
el hogar y las propias vidas de todos los participantes, mientras observas el
tablero de juego lleno de hijos, color, alegría y movimiento.
Sucesivas tiradas te hacen caer
en el descubrimiento, la satisfacción, la protección, el empuje y la fuerza
potente del instinto paternal por delegar la victoria.
¡Mala suerte!, caíste en la
casilla de la paciencia; mientras, ellos, lo hacen en la de los cumples, las fiestas y en la de los
abuelos, esa en la que se puede disfrutar con los más insospechados caprichos.
Empiezas a pensar que te estás
quedando muy atrás, a notar que la distancia con los demás jugadores se va ampliando,
se alarga hasta perderlos de vista, y a pesar de eso ellos siguen presionando y yéndose
cada vez más lejos.
Crees
que no sabes cómo jugar; nadie te educó para educar, nadie te formó para formar, nadie te enseñó para que tú enseñes, nadie te marcó las reglas,
nadie.
Besas el cubilete y lanzas el dado
deseando números de acierto tratando de recordar las tácticas cuando
jugabas con tus padres; partidas plenas de cariño alrededor de buena
gente; movimientos de ficha envueltos de nobles sentimientos, de esos valores que
se forjan con principios valientes; sabes que es tu única estrategia de
repuesto, de emergencia.
Pretendes que ellos no caigan en
la casilla del pozo de las amistades poco recomendables; e intentas sacar peor número que ellos para poder así desviar las
envenenadas flechas que les dispara el tablero de la vida real; buscas su protección y que ellos ganen, que lleguen a convertirse en lo que todos
entienden como ser buenas personas, en lo que tú sabes que es el verdadero triunfador en la vida.
Sabes que jugando así te
quedas el último, pero es lo que deseas, no eres egoísta, ¡que ganen ellos!
Caes en la casilla del túnel siniestro de las inseguridades, ese que no te deja ver las posibilidades reales; te
planteas si tu estrategia servirá para que otros mejoren o si te estás equivocando.
De pronto, vuelve la fortuna, ¡un
cinco!, la pista se despeja y la meta comienza a vislumbrarse. Pero ellos, aún tienen mejor
tirada que la tuya. Es un momento clave en la partida.
Ellos, llegan de pleno
a la casilla de la mayoría de edad laboral, esa en la que pueden tomar sus
propias decisiones, la que les urge a amar, a volar, lejos. Y se desmarcan.
Y en el esprint
arrastran sin quererlo con medio corazón tuyo que quedó enganchado a sus maletas libertarias, las de los proyectos infinitos e infalibles, y tiran de él hasta desgarrarlo, sin mirar
hacia atrás, dejando una herida abierta permanente.
Y, ahí, cuando tus defensas han
mermado, en el segundo tiempo de la partida de tu vida, la magia vital pone a
prueba tus recursos y te ofrece expectativas concretas.
¡Puñetera palabra esa!,
ex-pec-ta-ti-vas. Esperanzas que formas en tu mente bajo criterios subjetivos. Deseos
de que suceda algo bueno, que nunca ocurre. Anhelos de que exista
una posibilidad. Ilusiones para que lo indeseado no se cumpla.
A muchas casillas de distancia
atisbas con recato que puedes llegar, sí, con algo de suerte, pero arrastrando demasiados
sufrimientos.
Ellos, venturosos y eficaces, aún
están por jugar apenas su primera partida y comienzan a sentir nervios de inexpertos
primerizos imberbes, los mismos que sentiste tú.
Sin embargo, tú, ya eres un veterano
jugador, un perro viejo, y sabes que estás tan solo a una o dos tiradas de, si quisieras, ganar el
juego.
Tienes experiencia de caer en el
pozo, de que te coman la ficha y, a tu costa, de que otros se cuenten veinte,
pero… este tablero de la vida —en el que juegan los padres y los hijos— tiene sus ancestrales reglas.
Todos estamos a merced del circuito marcado. Cada uno, tira su dado y elige su
color, pero las casillas son inertes, frías, sin alma, perennes.
Solo las expectativas son
variables, dependientes del azar; puede que desees ganar y termines perdiendo,
pero las reglas están para cumplirse, todos por igual, exhaustivamente,
con lealtad, respeto y muchísimo amor, exactamente como cuando eras niño y lo compartías con tus
padres.
Tú se lo has dado a ellos, y estos, a su vez, deberían hacerlo con sus hijos, con tus nietos, sin roturas ni
parches, dentro de la misma caja de esmero y mimo con la que tú se lo entregaste.
No es un juego fácil.
Participaremos
en él cada vez que la vida lo desee o cada vez que ellos quieran.
Y se podrá ganar o perder, pero ustedes tendrán que respetar las sabias reglas que les enseñaron sus padres y sus abuelos: ¡sin
trampas!
Maravilloso
ResponderEliminarDeslizándome a través de las tiradas de tu texto he recorrido las casillas de toda una vida. Viva el juego del amor en la familia. Gracias, maestro.
ResponderEliminarDeslizándome a través de las tiradas de tu texto he recorrido las casillas de toda una vida. Viva el juego del amor en la familia. Gracias, maestro.
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